domingo, 18 de marzo de 2012

Doctora Elena Catena, "in memóriam"


Doctora Elena Catena, "in memóriam".

El pasado jueves, día 19 de enero, murió en Madrid mi querida profesora y amiga, la doctora Elena Catena. No quiero hablar de sus méritos personales y profesionales, de la innegable importancia de su figura en el terreno académico universitario, de su extraordinaria contribución a la edición y divulgación de los clásicos literarios (singularmente la realizada dentro de la editorial Castalia), de su decidida labor para dignificar el papel de la mujer dentro de una sociedad que se lo negaba, tanto en el terreno intelectual, como en el más cotidiano de la vida familiar... No quiero hablar de ello, porque esos son los datos objetivos de su vida, y basta echar un vistazo a los catálogos editoriales, a las hemerotecas, basta consultar cualquier mínima base de datos sobre la historia y crítica literarias de los últimos cincuenta años, para constatar unos hechos que son incuestionables. Voy a hablar de la doctora Catena que conocí y con la que compartí unos años importantes de mi vida. Voy a hablar de mi profesora, de la que tanto aprendí y cuyo legado, personal y académico, forma parte, hoy, de la historia de mi vida.
Cuando conocí a la doctora Elena Catena, yo ya era profesora de lengua y literatura de enseñanza secundaria y era una de sus estudiantes en un curso de Doctorado de la Facultad de Filología de la Complutense. Ella era entonces profesora emérita. Algunos de mis compañeros de estudios, los aspirantes a ser futuros doctores, eran ambiciosos y pretendían abrirse camino en el resbaladizo terreno de la investigación literaria. Vivían obsesionados con  la idea de encontrar un buen tema de tesis y una autoridad académica suficientemente importante y bien relacionada que estuviera dispuesta a dirigirla. Algunos de mis compañeros estaban becados por la universidad y tenían un tiempo limitado para desarrollar su trabajo. Otros, símplemente, tenían prisa porque la edad nos hace ser impacientes, y la dedicación exclusiva a la tesis les obligaba a renunciar, momentáneamente, a cualquier otro proyecto de trabajo.
Pero yo era una estudiante de Doctorado atípica. No tenía ni idea de qué tipo de tesis me apetecía hacer. No tenía ninguna prisa por hacerla y terminarla. No tenía ambiciones académicas. No tenía interés por dedicarme a la investigación. Yo ya tenía una profesión que me gustaba, unas condiciones laborales dignas y estables y había vuelto a la Facultad simplemente para completar y ampliar mi formación. Pero, sobre todo, había vuelto a la Facultad porque atravesaba uno de los momentos personales más difíciles y delicados de mi vida. Buscando algo que no sabía definir. Y dispuesta a abandonar sin remordimientos si no lo encontraba. En cualquier caso, el título de Doctora, tal cual, no lo necesitaba para nada.
La cuestión es que me aburría enormemente en los cursos de Literatura Contemporánea en los que me matriculé. Hasta que empecé a asistir a las clases de la doctora Catena y toda mi perspectiva sobre la investigación literaria empezó a cambiar.
Para empezar, la doctora Catena exhibía sin pudor la vanidad de ser Doctora; es más, le encantaba que la llamásemos así: "Doctora Catena". Nada de "doña Elena" o "señora doña Elena", nos decía, "si alguien quiere llevarse mal conmigo lo conseguirá fácilmente en cuanto me llame así un par de veces"... Proclamaba a los cuatro vientos el orgullo de haber dedicado su vida a la investigación literaria y a la docencia en su "querida facultad", hasta el punto de que su condición de Doctora estaba inequívocamente unida a su propia identidad. Y no estaba dispuesta a admitir en su círculo cercano a las personas que no tuviesen una mínima sensibilidad para comprenderlo.
En segundo lugar, ella transmitía la idea de que la literatura y la vida van irremediablemente unidas. En todos los sentidos. Su dedicación a la literatura no era sólo su profesión sino una fuente inagotable de experiencias y conocimiento. Cada texto estudiado, cada obra leída y comentada en clase, remitía inmediatamente a un universo de sentimientos, sensaciones, reflexiones, anécdotas personales, verdades recién descubiertas, principios inamovibles que empezaban a ser cuestionados, pensamientos asociados, recuerdos y semblanzas, planteamientos espontáneos, sorprendentes percepciones de la realidad... La doctora Elena Catena explicaba literatura explicándose a sí misma, y no hablaba nunca de sí misma sin encontrar un referente literario que apuntalara su lugar en el mundo.
Y luego, estaba su infatigable amor por los libros, de los que había aprendido tanto y a los que tanto debía. La doctora Catena tenía siempre en mente un título, una frase, una cita literal, extraída de un libro que había leído alguna vez y del que conservaba en mente detalles minuciosos. Entonces ya se quejaba de que su memoria empezaba a jugarle malas pasadas; sin embargo, era asombrosa la precisión con que era capaz de recordar lo que había leído, aunque hubiera pasado mucho tiempo. Algo sólo explicable a partir de la veneración y la pasión que una lectora inteligente y sensible podía desplegar a la hora de disfrutar de unas líneas escritas.
Gran conversadora, amena, divertida, visceral, con un peculiar sentido del humor y una personalidad fuerte, incapaz de las medias tintas, siempre dispuesta a poner toda la carne en el asador, sin moderación alguna a la hora de mostrar sus simpatías y sus antipatías (personales o literarias, daba lo mismo)... Sus clases se me pasaban en un santiamén. Y siempre me iba de allí con la sensación de haber aprendido, de haber ampliado el horizonte... Y siempre me iba dándole vueltas a cuestiones nuevas que nunca antes se me habían ocurrido (a pesar de haber terminado una carrera de Filología), o a nuevos puntos de vista que jamás me había planteado, con nuevos proyectos de lectura en el horizonte, después de escuchar a la doctora Catena. Con la sensación de que, de alguna extraña manera, mi vida empezaba también a llenarse de literatura y era, por esa razón, más rica e interesante que antes.
Un día, a la salida de clase, me preguntó hacia dónde iba, me explicó el itinerario que iba a seguir en coche y se ofreció a llevarme. A mí y a otros compañeros. Era algo que hacía habitualmente, a veces bajo convocatoria colectiva: "Si alguien va a hacia Avenida de América, lo llevo". Siempre salía de la Facultad con el coche cargado de estudiantes, que se iban apeando en diferentes lugares del recorrido. Desde ese día, me iba con ella en el coche muchas veces y ahí fue donde tuve la oportunidad de tratarla de una manera más personal. Me sorprendía mucho su carácter tan accesible, que no era, en absoluto, común con el que exhibían el resto de sus colegas del ámbito universitario. El hecho de ofrecer su coche a los estudiantes ya era bastante elocuente en sí mismo. Pero mucho más extraordinario era el viaje, donde la doctora Catena hablaba sin parar, de todo tipo de cosas (de literatura, también), siempre genial y ocurrente, inteligente y sabia, simpática y cercana... Y es que las relaciones humanas eran la otra piedra angular, hasta ahora desconocida, de su carácter, que aún me quedaba por descubrir de ella.
La doctora Catena era mi profesora, pero, desde el principio, me trató con tanto afecto que no me dejó más opción que quererla. Luego, me ofreció uno de los mejores regalos que me han ofrecido en mi vida: "¿Sobre qué quieres hacer la tesis?" me espetó un día sin más, cuando ya me estaba bajando de su coche. Yo fui sincera. No lo sabía. No tenía ni idea. Pero la pregunta me había dejado desconcertada. A menudo, había participado en conversaciones de mis compañeros donde cada cual relataba el calvario personal que suponía buscar un director de tesis. Después de insistir, hacer guardia en la puerta de muchos despachos, abordar a los profesores por los pasillos, dejar recados múltiples, enviar cartas para suplicar una mínima entrevista de diez minutos..., los potenciales doctorandos recibían, de manera formal, una propuesta de investigación, a menudo extraña o en contradicción con sus propios gustos o intereses, que debían aceptar o no, sin dilaciones. Los profesores de la Facultad tenían muy claro el tipo de trabajo que querían dirigir y sólo aceptaban dirigirlo si se ajustaba exactamente a sus pretensiones. No se admitían sugerencias. Así que la pregunta, por lo atípico e inesperado del contexto, me dejó un poco bloqueada y no supe qué decirle.
La doctora Catena era demasiado inteligente... Ella se dio cuenta de mi turbación, así que, sin más preámbulos, me propuso quedar una tarde para tomar un café y hablar más despacio del asunto. Ella era así, impredecible, espontánea y extraordinaria. Cerré la puerta del coche y ella arrancó muy rápidamente, con toda naturalidad, aprovechando que el semáforo se había puesto en verde.
Unos días después se produjo la entrevista. Conversamos largamente, escuchó lo que yo tenía que decir y después, me indicó algunas sugerencias. Muchas sugerencias, diría yo. Me apabulló con datos, me ofreció tres o cuatro ideas para una tesis que podían resultar interesantes, me explicó, con una perspectiva lúcida y realista, las ventajas e inconvenientes de cada proyecto... "Y ahora, te voy a proponer otra cosa..." me dijo. Y entonces me ofreció la posibilidad de realizar una tesis diferente, algo que nunca se había hecho en España, aunque sí en otras universidades extranjeras. Me regaló la idea de realizar una tesis sobre la historia de la editorial Aguilar y su impacto en la cultura española. Me avisó de que no iba a ser un camino fácil, pero también vaticinó que podía ser un trabajo apasionante. Y me dijo que me lo pensara todo bien, sin prisas. Ella estaba dispuesta a dirigir mi tesis, fuera cual fuera mi decisión. Sólo me impuso un requisito: "Elige una tesis que te guste".
Le hice caso y lo pensé muy bien. Yo soy indecisa por naturaleza, pero no me costó gran esfuerzo decantarme por el proyecto de Aguilar. Nunca me he arrepentido de esa decisión. Me embarqué en una investigación que duró diez años, pero, en efecto, el trabajo no sólo fue apasionante desde el punto de vista académico, sino que fue, además, más que enriquecedor en el terreno personal. Leí, leí, leí...; consulté volúmenes, catálogos, ficheros, revistas, informes de censura...; leí, leí, leí...; busqué información en bibliotecas, en archivos, en librerías antiguas... Conocí a personas excelentes que habían estado vinculadas a la editorial, como Arturo del Hoyo o Antonio Jiménez-Landi, que accedieron a ser entrevistados por mí, que me contaron su experiencia, que me regalaron el relato de sus vidas con extraordinaria generosidad. Leí y seguí leyendo muchísimo, porque el catálogo de Aguilar era y es inabarcable...
Pero sobre todo, durante esos años, compartí todo esta experiencia magnífica con la doctora Catena. Hablábamos muy a menudo y quedábamos de cuando en cuando. Yo empezaba contando cómo iba mi investigación pero, enseguida, terminábamos hablando de todo, de cualquier cosa, de sociedad, de política, de feminismo, de literatura, de la vida... Conversaciones interminables, que se prolongaban durante horas. Porque para la doctora Catena, vida y literatura eran un poco lo mismo. Y para mí, durante aquellos años, empezaban a serlo también. Y ya lo siguieron siendo siempre.
Después de diez años, en 2000, el día de la lectura de mi tesis, la doctora Catena dirigió unas palabras a los miembros del Tribunal: "Como directora de tesis, lo único que tengo que decir es que esta es la única tesis de mi vida que no he dirigido". Un acto de generosidad que yo no esperaba, y que provocó una reacción de perplejidad no disimulada entre sus colegas. Era verdad. desde el punto de vista estrictamente objetivo, me había dejado total libertad para orientar y desarrollar mi investigación. Yo me limitaba a mantenerla informada de mis pasos y mis descubrimientos. Y ella me sugería algunas cosas, pero siempre daba por bueno todo lo que yo le presentaba.
Lo que no dijo fue que todo lo que yo viví y aprendí junto a ella, en esos años de profunda amistad, revertía en el trabajo de investigación que estaba realizando. Mi profesora nunca me decía lo que tenía que hacer. Ella, simplemente, me iba colocando al principio de cada uno de los posibles caminos que podía tomar y me invitaba a iniciar el viaje, con la mochila llena de todo lo necesario para abordar las dificultades: el sentido común, el sentido crítico y, sobre todo, la pasión por aprender, comprender y descubrir el mundo a través de la literatura, algo de lo que me daba sobrado ejemplo cada minuto que pasaba con ella. Ojalá yo lograra transmitir a mis alumnos una milésima parte de todo lo que aprendí de ella.
Pocas veces es posible canalizar el dolor y la sensación de pérdida cuando muere un ser querido. En estos últimos días he vuelto a revisar mis antiguos papeles y notas, he releído algunos capítulos de mi tesis y me han venido a la mente tantos recuerdos, tantas vivencias, tantos momentos preciosos...Al final, la tesis, en sí misma, fuera de su validez como titulación académica, no me valió de mucho. Pero fue una excusa formidable para aprender cosas, para progresar, para enriquecerme, para vivir... Al cabo del tiempo, me es imposible releer una sola de sus líneas, sin que me venga a la mente una imagen, una frase, un momento compartido con la doctora Catena.  No es difícil soportar la pérdida de un ser querido que ha dejado toda tu vida tan llena de de sí mismo.
Mi querida doctora Catena, donde quiera que estés, "in memóriam".

En este enlace, Inmaculada de la Fuente, escribe unas hermosas palabras sobre la doctora Elena Catena.

http://www.elpais.com/articulo/Necrologicas/Elena/Catena/impulsora/literatura/femenina/elpepinec/20120124elpepinec_2/Tes